Nino Bravo canta en el Calderón

Los fallos técnicos deslucen el estreno del musical, al que le falta rodaje

La vida del cronista no puede volver a ser la misma después de oír (y ver) 18 versiones (libres) de las canciones de Nino Bravo. Con el efecto añadido de que Noelia pareció sonar varias veces en el éter: «Noelia, Noelia, Noelia…». «Nino Bravo, su vida, su música» se estrenó anoche en el Teatro Häagen Dazs Calderón (estará en cartel tres semanas), un intento en formato doméstico de llevar la evocación al territorio del bio-pic simbólico, si bien es de agradecer que no intentaron los de la idea, en ningún momento, encontrar un doble actual al mito valenciano (tentación tan peligrosa como quimérica), porque Luís Manuel Ferri Llopis, conocido en la carrera musical (y en la historia) como Nino Bravo (nombre que adoptó en 1968 a sugerencia de un manager local), es un mito en toda regla.

El escenario tiene una estética de los años setenta, con luces caleidoscópicas

Había nacido en D’Aielo de Malferit en 1944 y un desgraciado accidente de coche en Villarrubio el 16 de abril de 1973 segó su vida, una trayectoria fulgurante, no demasiado compleja, con el imán poderoso de su voz. Tenía 28 años. Su último disco salió después de muerto, y sigue vendiendo. Cuando un compositor le oyó cantar por primera vez le dijo: «Te vas a tragar a Raphael». Luís Manuel dijo: «¿Yo, a Raphael? ¡Qué va!». Y el caso es que pudo ser…

No se está muy seguro de si este es el musical que se merece la figura que para algunos, anda vivo por ahí. En América generó leyendas, hijos, le veían en varias partes a la vez: no querían aceptar su abrupta muerte.

Con una estética setentera a través de los estampados, las proyecciones de caleidoscopio (donde parece sólo faltar la cámara nerviosa de Lazarov), se arropa a cuatro buenas voces de jóvenes prácticamente desconocidos que hacen lo que pueden: María (a secas), Carmen María (también a secas), José Valhondo y Jon Allende desgranan las canciones e intentan amoldarse a un estilo que por fuerza les resulta ajeno. Las instrumentaciones también resultan algo pedestres, y lo que no es de recibo es la coreografía (ni las seis coristas), ni su vestuario de velos y baby-dolls. Entre colorines y reclamos lacrimosos, no podía faltar el cameo de José Luís Uribarri y fueron dos. También apareció varias veces Augusto Algueró, antes y después de que saltara la electricidad y se estropeara el ordenador. Los inveterados (y siempre presentes) duendes del teatro estropearon el momento mágico donde la técnica moderna hace el milagro de que la cantante real hacía dueto con el muerto.

Luego hubo de todo. En Mi tierra el audiovisual pasó a la antropología: Sanfermines, Moros y cristianos, una plantación de tomates, la Albufera, dunas de El Saler y claro, mascletá y llamas (de fuego: una falla). Luego con América, América, tocó el turno al documental de La 2: tucanes, volcanes, llamas (andinas) y no se sabe por qué: la isla de Pascua.

Con Amanecer un raro magnetismo llegó a la platea: coros, lágrimas, palmas. Y hubo psicodelia a tope: nubes verdes, olas doradas y halos, rayos y tramontanas de tripi con unos bailes que algo tenían de evocación teosófica. Al final, los cuatro chicos hicieron coro con el público… y repitieron algunas canciones.

Vía: El País.com

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